Era una noche calurosa
Bajo el cielo estrellado etíope.
Sin pijama y con la frente sudorosa
Contemplaba la triste estampa
De una mosquitera blanca
Que se había olvidado de cumplir su
función
A base de agujeros del tamaño de puños
Sobre un techo medio caído y húmedo.
No pude medirlo, pero tenía fiebre,
La suficiente como para delirar despierto
O por lo menos eso es lo que me hacía
creer a mí mismo.
En aquella triste habitación de paredes
verdes,
Suelo de cemento, y un oportuno agujero
en el suelo,
Yo no me encontraba solo. Y no estoy
hablando
De los mosquitos, de las cucarachas, ni
de otros insectos.
Estoy hablando de que en aquella noche de
julio
Del año dos mil quince, alguien más
estaba en mi cama durmiendo.
Eran otros tres seres, que me miraban sin
ojos,
Que me tocaban sin manos, que me oían sin
orejas y yo podía verlos.
Las fiebres y el deseo han borrado la
imagen de dos de aquellos seres,
Pero recuerdo al tercero: Alargado,
arrugado y seco.
Tenía forma de canuto de chocolate, era
una pesadilla
Al más puro estilo de David Lynch pero
sin entretenimiento.
La visión no se limitó a la observación,
también dialogamos.
En aquellos momentos pregunté quiénes
eran ellos:
“No somos tú, somos aquél. -respondió el
canuto- Somos tú en plenitud,
Somos lo que te forma y te destruye,
somos tu cuerpo.
Ahora mismo como ves, no puedes moverte.
Eso es porque yo represento en ti al
movimiento.”
Los sudores fríos estaban acabando
conmigo,
No entendía nada pero acerté a responder
quién era yo en ese momento.
“¿Tú? Tú no eres tú, eres él. No puedes
moverte
Aunque puedes pensar, tú eres tu propio
intelecto.”
La visión había llegado a su punto álgido,
No había pensado por qué veía tan claro siendo
la noche y su velo
Dueñas y señoras del destino de los
hombres.
No lo había pensado hasta que caí en ese
momento.
Un agujero que emanaba la luz más
brillante
Que jamás se haya podido contemplar salía
del techo.
Giré, miré y me desmayé. Allí acabó todo,
no recuerdo el resto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario