Amaneció un día
oscuro de esos con muchos nubarrones y pocos claros.
Todos en la casa se
sentían nauseabundos por un extraño aroma que había en el ambiente
y que lo teñía todo de un color melancolía oscuro. Los inquilinos
habían prometido el pago del alquiler al dueño del piso aquel
mismo día, pero no consiguieron reunir el dinero.
No debía medir más
de 30 metros cuadrados, quizá 60 o posiblemente 100, eso da igual.
Lo cierto es que cada habitante lo veía de una forma distinta: dos
se sentían en Liliput. Pero mientras el primero pensaba que el pago
era el correcto para sus dimensiones el segundo, del mismo modo,
también aceptaba la renta alegando que si no estaba en un piso más
grande era porque él y solo él no quería. Por otro lado y por lo
general el resto lo veía como un piso bastante grande y en una
localización bonita, pero como siempre pasa con los generales y la
opinión general, estaban equivocados.
De hecho aquel
habitáculo no llegaba a más de 20 metros. Sin embargo eso no es lo
importante. No importa el espacio, importa el uso que uno le da. Por
ejemplo uno de los muchachos que veían aquel cuchitril como una
ridiculez, lograba en un pequeñísimo espacio compaginar sus gustos
y sus prioridades, que al fin y al cabo deberían ser lo mismo.
Mientras que los grandes optimistas del lugar no lograban más que
engañarse así mismos dejando espacio para un gran armario y poco
para una cama.
Otro día con otro
telediario en el que se ve a palomas de la paz lanzando bombas.
Otro día con otra
mañana,otra tarde y otra noche.
Otro día igual.
El dueño anunció
su llegada hacia las doce del mediodía. Una buena hora si lo que
quieres es interrumpir cualquier actividad. Los lugareños llevaban
reunidos en el salón un par de horas, quizá un trío, quizá un
cuarteto o quizá ni siquiera habían dormido y llevaban ahí toda la
noche. Eso da igual.
La gran mayoría se
mostraba colérica con la gran mayoría para así no cargar las
culpas sobre sus hombros. Todos decían que si no tenían dinero para
el alquiler era por culpa de los otros, es decir de todos, es decir
de sí mismos.
Todos odiaban a
todos.
Nosotros nos
odiábamos a nosotros.
Tú te odiabas a ti.
No obstante dentro
de la gran mayoría existe esa gran minoría que aporta sentir a la
vida, o vida al sentir, que son dos cosas bien distintas. Este
reducido grupo clamaba contra nada. Quizá porque no tenían nada a
lo que echar la culpa; quizá por desidia, que es la verdadera
naturaleza humana; quizá por cualquier asunto que en ese momento
pasase por su cabeza, eso da igual.
El dueño llegó. A
decir verdad ninguno de los actuales inquilinos le había visto jamás
ni tampoco habían podido localizar a los antiguos habitantes.
El primero en verlo
lo hizo a través de la cámara del telefonillo, y nada más hacerlo
se marchó apresurado a recorrer cada tramo de la casa
redescubriéndola de nuevo. Los otros (la gran mayoría y la minoría)
le miraron extrañados por su comportamiento. Ninguno alcanzaba a
comprender el motivo de sus divagaciones. Quizá por esto los nervios
aumentaron en todos sin excepción, quizá el interés por comprender
es lo que nos lleva a la locura o quizá no, eso da igual.
Los nervios
afloraron en cada uno de una manera distinta. Algunos, o algudos, o
algutres, o algumuchos contemplaron la casa siendo aún más pequeña
de lo que su percepción les había mostrado a lo largo de su
residencia en el habitáculo. Las sillas ya no eran sillas, eran
taburetes. La televisión era una pequeña radio, el armario un
perchero y el colchón ya no era grande, era una esterilla en el
suelo.
Otros la vieron aún
más grande de lo que creían. Las sillas ya no eran sillas, eran
tronos. La televisión era una pantalla de cine, el armario un
vestidor y el colchón ya no era de muelles, era de agua.
Solo unos pocos
seguían contemplando al primer hombre, que seguía disfrutando de su
paseo por la casa. Lo llamativo de este hombre era que a pesar de ser
el único que disfrutaba de la situación, era el más perturbado.
Quizá porque tenía conocimiento de qué uso había dado a la casa,
quizá no, eso da igual.
Suena el ascensor
llegando.
Suenas los primeros
pasos.
Suenan lentos pero
firmes.
Tan firmes que daba
la impresión de que el dueño había hecho eso mil y una veces.
Sonó el timbre.
Un simple ruido
perforante en el oído similar al de una bocina bastó. El primer
hombre acabó de enloquecer, sus primeros pasos eran ahora zancadas
que a ratos se convertían en saltos.
Una sonrisa nerviosa.
Una mirada de
locura.
Un loco entre
cuerdos.
Un cuerdo entre
locos.
El desconcierto
reinaba entre la multitud.
Más sonrisas
nerviosas.
Más miradas de
locura.
Aquellos que veían
la casa aún más pequeña, sintieron en ese momento la misma
claustrofobia que se debe sentir al quedarse atrapado en el mar
viendo cómo te ahogas lentamente.
Aquellos otros que
ya no veían una casa, sino una mansión se sentían también
ahogados por la inmensidad de la casa, a pesar de que según ellos
conocían la casa como la palma de su mano, aunque tuviese
cicatrices.
Por fin alguien se
dignó a abrir.
Sonrisas
perturbadas.
Miradas
enloquecidas.
Todos vieron al
mismo tiempo al desconocido, que debía ser el dueño de la casa.
Botas negras.
Camisa negra.
Gorro negro.
Negro.
Muerte.
Negro.
Muerte.
Por un instante
todos volvieron la mirada al primer loco y en aquel momento
comprendieron el porqué de su extraño comportamiento y quisieron
imitarlo, pero ya no tenían tiempo.
Una sonrisa
nerviosa.
Una mirada de
locura.
Todos locos
o todos cuerdos.
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