sábado, 21 de junio de 2014

La casa de todos.

Amaneció un día oscuro de esos con muchos nubarrones y pocos claros.

Todos en la casa se sentían nauseabundos por un extraño aroma que había en el ambiente y que lo teñía todo de un color melancolía oscuro. Los inquilinos habían prometido el pago del alquiler al dueño del piso aquel mismo día, pero no consiguieron reunir el dinero.

No debía medir más de 30 metros cuadrados, quizá 60 o posiblemente 100, eso da igual. Lo cierto es que cada habitante lo veía de una forma distinta: dos se sentían en Liliput. Pero mientras el primero pensaba que el pago era el correcto para sus dimensiones el segundo, del mismo modo, también aceptaba la renta alegando que si no estaba en un piso más grande era porque él y solo él no quería. Por otro lado y por lo general el resto lo veía como un piso bastante grande y en una localización bonita, pero como siempre pasa con los generales y la opinión general, estaban equivocados.

De hecho aquel habitáculo no llegaba a más de 20 metros. Sin embargo eso no es lo importante. No importa el espacio, importa el uso que uno le da. Por ejemplo uno de los muchachos que veían aquel cuchitril como una ridiculez, lograba en un pequeñísimo espacio compaginar sus gustos y sus prioridades, que al fin y al cabo deberían ser lo mismo. Mientras que los grandes optimistas del lugar no lograban más que engañarse así mismos dejando espacio para un gran armario y poco para una cama.

Otro día con otro telediario en el que se ve a palomas de la paz lanzando bombas.
Otro día con otra mañana,otra tarde y otra noche.
Otro día igual.

El dueño anunció su llegada hacia las doce del mediodía. Una buena hora si lo que quieres es interrumpir cualquier actividad. Los lugareños llevaban reunidos en el salón un par de horas, quizá un trío, quizá un cuarteto o quizá ni siquiera habían dormido y llevaban ahí toda la noche. Eso da igual.

La gran mayoría se mostraba colérica con la gran mayoría para así no cargar las culpas sobre sus hombros. Todos decían que si no tenían dinero para el alquiler era por culpa de los otros, es decir de todos, es decir de sí mismos.

Todos odiaban a todos.
Nosotros nos odiábamos a nosotros.
Tú te odiabas a ti.

No obstante dentro de la gran mayoría existe esa gran minoría que aporta sentir a la vida, o vida al sentir, que son dos cosas bien distintas. Este reducido grupo clamaba contra nada. Quizá porque no tenían nada a lo que echar la culpa; quizá por desidia, que es la verdadera naturaleza humana; quizá por cualquier asunto que en ese momento pasase por su cabeza, eso da igual.

El dueño llegó. A decir verdad ninguno de los actuales inquilinos le había visto jamás ni tampoco habían podido localizar a los antiguos habitantes.

El primero en verlo lo hizo a través de la cámara del telefonillo, y nada más hacerlo se marchó apresurado a recorrer cada tramo de la casa redescubriéndola de nuevo. Los otros (la gran mayoría y la minoría) le miraron extrañados por su comportamiento. Ninguno alcanzaba a comprender el motivo de sus divagaciones. Quizá por esto los nervios aumentaron en todos sin excepción, quizá el interés por comprender es lo que nos lleva a la locura o quizá no, eso da igual.

Los nervios afloraron en cada uno de una manera distinta. Algunos, o algudos, o algutres, o algumuchos contemplaron la casa siendo aún más pequeña de lo que su percepción les había mostrado a lo largo de su residencia en el habitáculo. Las sillas ya no eran sillas, eran taburetes. La televisión era una pequeña radio, el armario un perchero y el colchón ya no era grande, era una esterilla en el suelo.

Otros la vieron aún más grande de lo que creían. Las sillas ya no eran sillas, eran tronos. La televisión era una pantalla de cine, el armario un vestidor y el colchón ya no era de muelles, era de agua.

Solo unos pocos seguían contemplando al primer hombre, que seguía disfrutando de su paseo por la casa. Lo llamativo de este hombre era que a pesar de ser el único que disfrutaba de la situación, era el más perturbado. Quizá porque tenía conocimiento de qué uso había dado a la casa, quizá no, eso da igual.

Suena el ascensor llegando.
Suenas los primeros pasos.
Suenan lentos pero firmes.
Tan firmes que daba la impresión de que el dueño había hecho eso mil y una veces.

Sonó el timbre.

Un simple ruido perforante en el oído similar al de una bocina bastó. El primer hombre acabó de enloquecer, sus primeros pasos eran ahora zancadas que a ratos se convertían en saltos.

Una sonrisa nerviosa.
Una mirada de locura.
Un loco entre cuerdos.
Un cuerdo entre locos.

El desconcierto reinaba entre la multitud.

Más sonrisas nerviosas.
Más miradas de locura.

Aquellos que veían la casa aún más pequeña, sintieron en ese momento la misma claustrofobia que se debe sentir al quedarse atrapado en el mar viendo cómo te ahogas lentamente.

Aquellos otros que ya no veían una casa, sino una mansión se sentían también ahogados por la inmensidad de la casa, a pesar de que según ellos conocían la casa como la palma de su mano, aunque tuviese cicatrices.

Por fin alguien se dignó a abrir.

Sonrisas perturbadas.
Miradas enloquecidas.

Todos vieron al mismo tiempo al desconocido, que debía ser el dueño de la casa.

Botas negras.
Camisa negra.
Gorro negro.
Negro.
Muerte.
Negro.
Muerte.

Por un instante todos volvieron la mirada al primer loco y en aquel momento comprendieron el porqué de su extraño comportamiento y quisieron imitarlo, pero ya no tenían tiempo.

Una sonrisa nerviosa.
Una mirada de locura.
Todos locos
o todos cuerdos.


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