Las hojas de los árboles habían caído con
la fíbrica idea de juntarse todas en pequeños montones. Se disponían en rectas
imperfectas, casi pidiendo que saltases encima de ellas. Los árboles, que con
tanta delicadeza las habían madurado, ahora estaban desnudos antes el frío de
las miradas indiferentes. Las hojas no estaban tan solas. Habían encontrado
pronto un amigo que las hacía pegar saltitos, dividiendo los montones y
volviendo a unirlos. Sus soplidos eran breves, pero intensos. Las nubes de las
que venían no parecían contentas y se arremolinaban unas contra otras. Emperifolladas
hasta el extremo, con ropas de tonalidades frías que contrastaban con las cálidas
hojas.
Las hojas y el viento parecían divertirse
con sus juegos acompasados en aquel parque. Solo un ser capaz de unir el
contraste entre lo frío y lo cálido de aquel día estaba presente. Yo. Yo
conmigo mismo, perdiendo la mirada entre árboles y un columpio. Un columpio de
colores espantosamente llamativos que, una vez más, contrastaban con todo lo
que allí se veía. Las cadenas que sujetaban el asiento a la estructura eran
metálicas y robustas. Esto impedía que el viento jugase en el columpio y se olvidase
de las hojas.
Nada en especial pasaba por mi mente en
aquel momento. Las imágenes de mis años de infancia me contemplaban congeladas
en el tiempo. En aquel columpio conocí a mis tres mejores amigos de aquellos
años. Éramos inseparables. Hoy solo tengo el número de teléfono de uno y ni
siquiera le llamo. En aquel otro banco di mi primer beso. Necesitaba un beso
como aquel para entrar en calor en ese momento. Ni la bufanda, ni el gorro que
me había regalado mi abuela eran capaces de acabar con el juego entre el viento
y las hojas.
Absorto como estaba ante el resumen de mi
vida, no me di cuenta de que un niño se acercaba. Sus pómulos rosados y su
gorrito con el pompón colgando fueron la chispa final que encendió mis más
gélidas emociones.
-¿Por qué llora señor? Mi papá siempre me
dice que llorar es de niños, no de hombres.
Entre suspiros, acerté a responder a
aquella tierna criatura que me hablaba.
-Si llorar no es de hombres, prefiero ser
un niño.
El chiquillo parecía extrañado. No
esperaba una respuesta tan complicada para su inocente mente y, como todos los
niños ante algo que no les atañe, se dio
la vuelta y se marchó por donde había venido. Con sus rechonchas piernas en un
combate a muerte por mantener el equilibrio. Al poco tiempo los sollozos solo
fueron suspiros, y luego manchas rojas en la cara. Había pasado toda una vida
en mi mente, pero todo seguía ahí. Las hojas se afanaban por no soltarse del
grupo, pero alguna siempre caía ante el ímpetu del viento; el banco de madera
enmohecida hacía gala de sus robustas patas negras clavas con firmeza en la
arena; el columpio seguía ahí. Invitándome a dejar atrás todo lo que nunca
había soñado.
Hasta Cristo para ser puro se sometió al
pecado.